Cuando abrías un bollycao, phoskito, o producto de bollería industrial ¿qué hacías primero, abrir el sobrecito con la estampa o pegar el primer bocado? Si le prestabas más atención al contenido alimenticio que al lúdico, háztelo mirar, porque eras un bicho raro, en nuestra infancia la parte importante llegaba cuando rasgabas el peguntoso sobre y descubrías su contenido, reluciente de grasas saturadas que lo hacían aún más atractivo a nuestros tiernos pero avariciosos ojos.

Recuerdo nítidamente que un compañero de clase se presentó un día en el recreo con una torta de azúcar comprada en la confitería del barrio y nos quedamos todos mirándole como si un marciano hubiera aparcado su nave espacial detrás de la cochambrosa portería que también servía para jugar al voleibol cuando sólo teníamos una bola hecha con papel de aluminio. “Mi madre dice que los pastelitos y los bollycaos están llenos de sustancias conservantes que son malas para la salud”. No fue aquello una fuente grave de conflicto, pero muchos nos sonreímos por dentro porque aquellas tortas no traían pegatinas. Ya se empezaba a oír que las sustancias de la lista de ingredientes que empezaban por E- eran cacota, pero teníamos otras cosas más importantes en mente.

La obsesión por las colecciones y por acumular estampas o cualquier otro elemento hacía que un producto triunfase. Los yogur traían también estampas, aunque no eran adhesivas y luego te tuvieras que gastar un potosí en pegamento, y nada de memeces de pegamento de barra que luego se despegaba: sus cuatro pegotazos de pegamento Imedio en cada esquina bien visibles a posteriori y uno más en el centro no vaya a ser que falte. Se caían antes los azulejos del cuarto de baño que las estampas una vez pegadas en el album. Y si por desgracia ocurría la tragedia de que sobrara pegamento y se saliera, no había más remedio que darle con el dedo y dejando un rastro casi indeleble como muestra de torpeza.

Y si no había album y tenías pegatinas, que levante la mano el que no haya recurrido a los libros de texto. Yo los iba cubriendo según la importancia de las asignaturas, en Matemáticas y Lenguaje usabas las pegatinas más chulas buscando un diseño coherente y atractivo; para Sociedad y para Naturaleza, las sobrantes y dispuestas de cualquier manera, y el pobre diccionario Iter Sopena se conformaba ya con restos de serie. Yo creo que mi generación ha ido a clase con protección antibalas en forma de libro, porque si a la capa bien gruesa de forro del bueno que le ponía mi madre al principio de cada curso le añadimos la cobertura de pegatinas, aquellos libros ya gruesos de por sí, creo que eran capaces de parar balas y otro tipo de munición ligera. Sobre todo cuando las pegatinas eran de cartoncillo como las de los “Toi”, aquello si que era un monumento al resumen de los estados de ánimo y no los emoticonos del whatsapp que tenemos ahora.

Otras dos fuentes de abastecimiento teníamos para las pegatinas: las revistas Superpop y Teleindiscreta. Las primeras con fotos de artistas de cine y cantantes, las segundas con nuestras series de televisión.

No me miren con esa cara, yo no era el único comprador de superpop del género masculino, porque traía pegatinas de Madonna, de Sabrina, de Marta Sánchez o de Samantha Phox, en escasa cantidad cierto es, pero tampoco provocaba ningún trauma ni se ponía en entredicho tu identidad sexual si usabas pegatinas de Kirk Cameron, Rick Astley, Tom Cruise o Rob Lowe, las cosas eran más sencillas y directas. Cierto es que los que teníamos hermanas nos ahorrabamos esa coyuntura, se repartían según los intereses fraternales y sanseacabó.

De todas maneras yo era mucho más de teleindiscreta y de las series televisivas que de test de compatibilidades amorosas y letras de canciones: V, El Equipo A, Macgyver, El coche Fantástico, Alf, el Inspector Gadget, David el Gnomo (hay algo más inútil que la G de Gnomo)… También sacaron una serie sobre el París Dakar, pero aquella me gustó menos. Se perdonaban las páginas que nos endosaban con los avances de culebrones como Cristal o Topacio, solamente las pegatinas ya eran un buen motivo para comprar la revista y tener el lujo de usar como elementos decorativos a los lagartos despellejados, a Diana traga coballas o los collares sobre los músculos de M.A. Barracus (porque lo del B.A, que aparecía en los títulos de crédito era en inglés). Era un gozo tener delante estos iconos que tanto nos hicieron disfrutar cada vez que sacabas un libro de la cartera o cuando dejabas volar tu imaginación mientras los mirabas repitiendo la tabla de multiplicar del 8. Normal que los tengamos tan grabados. El éxtasis del merchandising ochentero nos vino cuando tras semanas de anuncios promocionales, la teleindiscreta obsequiaba a sus lectores con una “auténtica” pistola de V en cartón recortable. Bendito uso que podíamos darle otra vez a las tijeras y al pegamento y maldita la hora en que descubrí mi pistola debajo de un cojín en el sofá tras haber sufrido el peso de las posaderas de una visita de cuyo nombre no quiero acordarme.

No se entendían estas publicaciones semanales sin los regalos que ofrecían a sus lectores (a los posters habría que dedicarles un monográfico a parte) porque que alguien me explique la necesidad de estar informado de la programación de dos canales que repetían a diario a la misma hora un 60% de sus contenidos. Había algún pedante que se la aprendía de memoria y presumía de saber a qué hora reponían Falcon Crest o el tema que tocaba en 1,2,3 aquella semana. Lo mismo que el lío que tenemos montado hoy en día, que siempre hay alguien que pregunta a qué hora es esta noche el partido de Champions.

Viéndolo ahora en perspectiva, reconozco que me interesaban mucho más entonces las series de televisión que el deporte, porque mis álbumes de fútbol vinieron con el declive de la Quinta del Buitre y las incógnitas que nos provocaban patrocinadores como Reny Picot y Otaysa a los que nadie conocía antes de verlos en las camisetas del Real Madrid. Eso sí, admitamos que en aquella época te enterabas de los fichajes de los equipos cuando te salían los cromos, que no estábamos pendientes de las noticias y el Marca era un lujo al alcance solamente de adultos. ¡Que levante la mano el que conociera a Ruggeri o a Aloisio antes de ver su cromo!.

¿Completar la colección? Un lujo al alcance de muy pocos. Por más que fueras todo el día con el taco de “repes” encima, llegaba un momento que te bloqueabas y la desesperación te hacía abandonar. No teníamos internet ni foros de padres frikis para ampliar el ámbito geográfico del intercambio y seguir comprando para que sólo te salieran repes te hacía sentir un vicioso derrachador, lo mismo que continuar la partida en las máquinas recreativas cuando te quedabas sin vidas. Estoy seguro de que muchos de los ochenteros que me están leyendo ahora mismo dejaron el album de cutrepegatinas de marcas de coches todo completo a falta de la tan ansiada de Ferrari, la llave maestra que permitía el canjeo del album completo por una maquinita de videojuegos monocromática y repetitiva. ¿Alguién conoció a algún afortunado al que le saliera la pegatina de Ferrari? Dice la leyenda que una tarde hubo uno a la salida del colegio, pero se marchó corriendo a su casa y se mudó de ciudad, para que no le birlaran tan preciado tesoro.

Autor: Pedro Pablo Uceda